jueves, 31 de mayo de 2012

Con sedación total


Me hicieron acostar en una camilla ubicada en el centro de la sala. Una enfermera rodeó mi brazo con una goma y apretó fuerte. Yo sentía mi vena hincharse mientras ella le daba golpecitos con los dedos para que se hinchara más o más rápido, y aún así le pifió varias veces antes de clavarme la aguja en el lugar correcto. No miré, por las dudas de que me diera impresión, igual un poco me dio, como siempre. Te voy a poner suero, dijo. Nunca me habían puesto suero, tampoco heroína, ni nada, pensé. Le sonreí en modo de aceptación y miré el tubo que unía mi brazo a la bolsita plástica que colgaba al lado mío Me distraje observando el goteo de ese líquido cuyo espesor no pude imaginar. Entró un médico, me saludó y me puso un plástico en la boca. No estés nerviosa, pensé, no es nada. Ahora te vas a ir durmiendo de a poco, escuché que dijo la enfermera, y yo no podía recordar el nombre del médico. Me lo acababa de decir y yo no lograba acordarme. Mi instinto decía que tenía que pronunciar el nombre del médico y entonces frenarían.
No sé en qué momento se me cerraron los ojos.

Acá, se sucedió por primera vez en mi vida, un episodio del cual no tengo registro. Si me tocaron las tetas, ni idea.

Tenía la obvia sensación de no haber estado durmiendo de verdad, pero había soñado cosas emocionantes que iba olvidando con velocidad, cosas muy profundas, como si hubiera sido un viaje hasta bien adentro de mis ideas, un lugar al que sólo se llega sin dormir de verdad, mas bien buceando en la inconciencia a conciencia.
Creí recordar que el médico se llamaba Marcelo, pero cuando abrí los ojos estaba segura de que estaba confundida. Me desperté en otro cuarto, sin saber cuánto tiempo había pasado ni cómo me habían llevado hasta ahí si la camilla no tenía ruedas (alguien me hizo upa?).
Lo más probable es que haya empezado a hablar de filosofía y de la modernidad, sin embargo nunca lo sabremos con seguridad, porque no hay testigos.
Escuché a la enfermera gritar  “acompañante de Caribe” y apareció mi mamá.
Por eso es obligatorio ir con alguien, porque les gusta llamar a los acompañantes para que se hagan cargo de los delirios de uno. Mi mamá me contó cosas, como si nada. No sé por qué me reí tanto, pero nos tentamos, y cuando pude parar entendí que acababa de buchonearle que mi hermana había probado el cigarrillo. No te enojes má, ya tiene quince, yo empecé a los catorce, no le digas nada, se me escapó. Volvimos a reirnos exageradamente. No puedo creer lo que cabo de hacer, soy una garca, le dije, pero igual no se enojó porque ya lo suponía. La culpa me dio más ganas de reirme.
Me iluminé. Estoy drogada, claro, es como un porro superpoderoso, le dije a mi mamá, qué buen estado, con razón. La enfermera quería reirse, pero no se reía e insistía en ponerme la ropa. Le pregunté si abrían los sábados a la noche, me puso cara de orto y se fue. Para mí era un buen chiste, me sigue dando gracia.

Mi mamá me llevó a mi casa y tomamos té hasta que me empezó a doler mucho la cabeza y me quise ir a dormir, así que se fue.
En el medio de la siesta me enteré de que me habían robado la billetera en mi estado de drogadicción. Una señora muy buena la encontró en la calle y dejó una nota en mi antigua casa para avisar que la tenía ella. Yo ni me había dado cuenta de que me faltaba. Para mí que hay una banda de ladrones en la puerta del sanatorio esperando a que salga alguien muy drogado para robarle. La señora me mandó la billetera en taxi envuelta como si fuera un regalo de navidad, y no faltaba ningún documento. Que la suerte le vuelva. Un beso para la señora.

Seguí durmiendo muchas horas, cuando me desperté era de noche, me sentía muy mal y quién mierda me mandó a vivir sola, tenía hambre pero no fuerzas para cocinar ni nada en la heladera. Como siempre, no había podido prever que iba a necesitar ayuda y no llamé a nadie para que me hiciera compañía. No quise molestar. Qué idiota. Ya aprendí.

Tenía mucho, muchísimo miedo de que los estudios no salieran bien. Esperar quince días los resultados, y mientras no sé, morir de angustia. 
Lloré a mares, bastante rato, hasta que me acordé: el médico se llamaba Esteban, Esteban, qué alivio.


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